viernes, 24 de octubre de 2008

A diario.

Es estúpido cómo centenares de seres bípedos hacen lo mismo. Habitan por las noches en cuadrados con triángulos en la parte superior. En las mañanas salen y se desplazan a hacer una enorme fila, uno detrás de otro. Cuando llega un reactángulo que se trasalda de un lugar a otro sobre cuatro círculos y se de tiene frente a los seres bípedos, se abre de par en par un rectángulo más pequeño en uno de los bordes del rectángulo grande, y estos seres, ridícula y humillantemente, comienzan a ser tragados, siguiendo siempre esa tonta fila. Una vez arriba todos estos seres, el rectángulo pequeño trata de cerrarse, aunque a veces es imposible, y comieza a moverse siempre hacia adelante, y todos los seres ridículamente posicionados en el interior se mueven al ritmo del gran rectángulo. A medida que avanza se va deteniendo en distintas partes, para vomitar a algunos seres bípedos y tragar a otros. Los seres se van saliendo del gran rectángulo en distintas partes, pero una vez fuera, todos hacen lo mismo. Caminan. Caminan encerrados en sus cabezas, como si fueran ellos los únicos seres vivientes y les da lo mismo todo lo que pase por su lado. Cuando caminan son ciegos, son sordos, son fríos, son amargados, son desatentos...y así pasan el día, y en la noche ya están todos arruinados sin ánimos de nada.
A cierta hora vuelven a hacer esas tontas filas para nuevamente ser tragados y vomitados donde mismo se los tragó el rectángulo grande la primera vez. Cuando salen, caminan hacia sus cuadrados triangulares, ingresan, se duermen y vuelven a lo mismo.

viernes, 3 de octubre de 2008

Yo miraba por la ventana.

Se sentó a mi lado sin saber que yo era una especie de observadora compulsiva, tal vez con algo de psicópata... de esas personas que son capaces de inventar la vida entera de otra con sólo ver su rostro, pero yo nunca vi el suyo.
Yo hacía dos cosas a la vez. Miraba por la ventana y, al mismo tiempo, ponía atención a cada uno de sus sutiles movimientos.
Pude ver que sus manos, ya algo arrugadas, sacaban minuciosamente del bolsillo de su chaqueta dos tarjetas de presentación, de dos personas diferentes.
Las leyó, las miró un largo rato y luego sacó del bolso negro que llevaba sobre las piernas, una especie de álbum, pero, en vez de tener compartimientos del tamaño de una foto, tenía unos del porte de una tarjeta bancaria o un carné de indentidad. Pero él no guardaba nada de eso, si no que en su álbum tenía tarjetas de presentación. No eran cinco, ni diez, eran cientos. Páginas y páginas, por ambos lados. Había a lo menos 24 tajetas por cada lado.
Entonces me pregunté por qué tendría esa extraña afición por las tarjetas de presentación. Tal vez nunca estuvo conforme con su propia identidad [o no logró descubrirla] y necesitaba sentirse rodeado de identidades ajenas o, tal vez, tenía alguna carencia física o psicológica o espiritual o de lo que sea, pero seguramente era dolorosa y lo llevó a ocupar su mente en otra cosa, en una cosa tan rara como coleccionar los nombres de personas que tal vez le hablaron una vez en su vida.
Pero nunca vi su rostro, yo iba mirando por la ventana.