viernes, 3 de octubre de 2008

Yo miraba por la ventana.

Se sentó a mi lado sin saber que yo era una especie de observadora compulsiva, tal vez con algo de psicópata... de esas personas que son capaces de inventar la vida entera de otra con sólo ver su rostro, pero yo nunca vi el suyo.
Yo hacía dos cosas a la vez. Miraba por la ventana y, al mismo tiempo, ponía atención a cada uno de sus sutiles movimientos.
Pude ver que sus manos, ya algo arrugadas, sacaban minuciosamente del bolsillo de su chaqueta dos tarjetas de presentación, de dos personas diferentes.
Las leyó, las miró un largo rato y luego sacó del bolso negro que llevaba sobre las piernas, una especie de álbum, pero, en vez de tener compartimientos del tamaño de una foto, tenía unos del porte de una tarjeta bancaria o un carné de indentidad. Pero él no guardaba nada de eso, si no que en su álbum tenía tarjetas de presentación. No eran cinco, ni diez, eran cientos. Páginas y páginas, por ambos lados. Había a lo menos 24 tajetas por cada lado.
Entonces me pregunté por qué tendría esa extraña afición por las tarjetas de presentación. Tal vez nunca estuvo conforme con su propia identidad [o no logró descubrirla] y necesitaba sentirse rodeado de identidades ajenas o, tal vez, tenía alguna carencia física o psicológica o espiritual o de lo que sea, pero seguramente era dolorosa y lo llevó a ocupar su mente en otra cosa, en una cosa tan rara como coleccionar los nombres de personas que tal vez le hablaron una vez en su vida.
Pero nunca vi su rostro, yo iba mirando por la ventana.